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La privacidad de la paciente cero

Un encuentro cercano con el virus del SARS cambió la actitud de una periodista con respecto a la confidencialidad

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Hace veintiún años protagonicé un incidente internacional. Es una historia que cuenta con todo el drama que cabría esperar: seres queridos preocupados, intervención diplomática, reporteros a la carrera y una extranjera solitaria y aterrorizada. Yo. 

Ni siquiera debía estar en la India. Mi mejor amiga y yo habíamos estado viajando por China mientras subía la tensión en torno a un nuevo y misterioso virus: el síndrome respiratorio agudo severo, o SARS por sus siglas en inglés. Como no sabíamos leer ni hablar chino, nos guiábamos por algunos sitios de noticias en inglés a los que podíamos acceder en los cibercafés. Los artículos de periodistas occidentales que leímos daban a entender que el SARS era mortal y que en Asia Oriental no se le estaba prestando la debida atención. No sabíamos qué creer, pero cuando una simple tos en el aeropuerto hizo que los ojos de todos los presentes se desorbitaran, supimos que había llegado el momento de partir. Elegimos dirigirnos a la India porque podíamos pagar los vuelos y los visados.  

La semana siguiente tuve muy mala suerte. Mi amiga y yo decidimos separarnos unos días para luego volvernos a reunir en Agra. Así es como me encontré sola en Bombay, con fiebre y presa del pánico que suele acompañar a los problemas de salud pública. Fui a un hospital privado, pero mis síntomas y mi historial de viajes sugerían que podría haber contraído el SARS. Los médicos se mostraron comprensivos, pero no pudieron tratarme. En su lugar, llamaron a un taxi para trasladarme a un hospital público.  

Era abril y el clima tropical de Bombay, combinado con la fiebre, me hacía pasar calor por dentro y por fuera. Los pensamientos no dejaban de bullir en mi cabeza, pero de alguna manera mi cerebro, saturado de cortisol, encontró la forma de llegar al hotel, dejar la habitación y dejar mi equipaje en depósito. (Me decía: hay dos opciones, esto va a llevar algún tiempo o me voy a morir). Pero lo más importante fue llamar al consulado de Estados Unidos.

Ilustraciones: Xia Gordon

La fiebre seguía subiendo. Cuando llegué al hospital público, me dolía tanto el cuerpo que no podía ni sentarme. El hospital vació una habitación destinada a docenas de pacientes, y allí me aislaron. Pasé tres noches entre sueños y sudores. A veces me despertaba en aquella enorme habitación con un extraño junto a mi cama vestido como los malvados científicos del gobierno de la película E.T. Había médicos, enfermeras, funcionarios de salud pública... y probablemente esto sea solo un sueño causado por la fiebre, pero juraría que alguien se me presentó diciendo que era el alcalde de Bombay. 

No recuerdo mucho más de esos momentos, salvo que el médico indio que me atendió era amable y atento. «No tienes SARS», predijo con confianza y una sonrisa tranquilizadora. Su rostro era el único que podía ver; todos los demás estaban enmascarados y cubiertos con trajes de plástico. Sin duda estaban tomando todas las precauciones posibles, dado que, con razón o sin ella, yo había sido identificada públicamente como la paciente cero. Los medios de comunicación reconstruyeron mis movimientos por Asia e informaron al público de todos los detalles. Después de que los periódicos mencionaran el hotel en que me había alojado en Bombay, el pobre hotelero, desesperado por salvar su negocio, mandó fumigarlo. En Estados Unidos, el contestador automático de mi madre se inundó de solicitudes de entrevistas para los informativos de televisión.  

Todo esto sin mi conocimiento: Puesto que durante tres días no tuve acceso a la televisión ni a la radio, no sabía que me había convertido en noticia. 

Al final, el diagnóstico inicial de mi médico resultó ser cierto: solo tenía gripe. Aun así, el trabajador de la salud que me entregó un paquete entró en mi habitación vestido como una momia completamente envuelto en plástico. El Consulado de Estados Unidos me había enviado un teléfono móvil con saldo prepagado y una carta en la que me pedían que llamara lo antes posible. «Independientemente de lo que pueda haber leído en los periódicos», añadían, «hemos estado trabajando activamente en su caso». 

Hablé con el funcionario consular asignado a mi caso. Él había trabajado incansablemente entre bastidores, hablando con mi familia, médicos y funcionarios de salud pública. Me dijo que el gobierno de Estados Unidos había enviado a un médico para que me observara mientras había estado (la mayor parte del tiempo) dormida y me había sacado sangre para hacer análisis de laboratorio y verificar si tenía SARS. (Los funcionarios de salud pública indios también llevaron a cabo estas pruebas de forma independiente). Esto puede parecer bastante sencillo, pero en abril de 2003 no existía ninguna prueba para detectar el SARS. Las pruebas solo identificaban la presencia de coronavirus en general, lo que podía indicar, aunque no siempre, la presencia de la variedad correspondiente al SARS, y los resultados de mis pruebas eran negativos. Por último, el funcionario me explicó que tenía dos opciones: salir de la India ese mismo día o pasar otros diez días en cuarentena. Estaba agotada, asustada y añoraba mi hogar. La respuesta era obvia. 

Abandoné el hospital en una caravana consular, en el tercero de cinco todoterrenos (o quizá fue el segundo de tres, otro detalle borroso en mi mente). El funcionario consular me aconsejó que me agachara en el asiento para evitar las cámaras. Para entonces, ya habían pasado varios días desde mi última ducha. Supongo que al menos uno de los reporteros gráficos que nos siguieron pudo sacar fotos. Mientras esperaba de pie en el vestíbulo del hotel para recuperar mi equipaje, era imposible no advertir los destellos de los flashes al otro lado de las ventanas. El consulado me ayudó a conseguir un pasaje de avión para salir de la India. Quiero que quede claro que yo pagué el pasaje, pero necesitaba la ayuda del gobierno, porque cuando te identifican en las noticias como la persona que provocó una emergencia de salud pública, nadie quiere que subas a su avión.

"A veces me despertaba en aquella enorme habitación con un extraño junto a mi cama vestido como los malvados científicos del gobierno de la película E.T."

Según las noticias que leas, yo fui el primer o el segundo caso sospechoso de SARS en la India. Informar sobre salud pública es uno de los objetivos vitales de la prensa, pero la experiencia es muy distinta cuando uno se encuentra en el centro de esa vorágine. En al menos una noticia se dijo que yo era asmática. Eso no es del todo cierto, pero en mi historial médico figuraba asma, lo que significaba que los periodistas habían sondeado al personal del hospital en busca de información médica privada para luego publicarla. Cuando regresé a casa de mi madre, cometí el error de leer los comentarios a las noticias en Internet. La gente me llamaba egoísta y malcriada por haber llevado el SARS a la India. Esos comentarios me dolieron, y recuerdo haber pensado en responderlos. Al final, me contuve, apagué la computadora y me centré en mi vida en Estados Unidos.  

Poco después, empecé a cursar estudios de postgrado en periodismo y luché por conciliar la experiencia de ser noticia con la de aprender a ser periodista. Aquellos comentarios en línea, de gente presumiblemente tan ajena, se sentían muy cercanos en mi recuerdo. Lloré en el despacho de mi asesor académico preguntándome: ¿Quién era yo para poner a otra persona en aquella situación? Él reconoció la experiencia que había vivido y me animó a dejar que esta sirviera para guiar mi labor. Seguramente para él se trató de una tarde cualquiera, pero aquel encuentro ha marcado mi desempeño durante dos décadas.

Se me rompió el corazón cuando, en 2014, los medios de comunicación estadounidenses hicieron públicos los nombres de las personas tratadas en Atlanta por ébola. ¿Acaso razones de salud y seguridad públicas exigían que conociéramos sus nombres? ¿Te gustaría que parte de tu historial médico fuera lo primero que apareciera cuando alguien busca tu nombre en Google? 

De alguna manera, yo escapé a ese destino simplemente porque mi historia sucedió hace 21 años. Dos elementos clave contribuyeron a que este hecho no figure en gran medida en mi huella digital contemporánea. En primer lugar, todas las menciones en inglés que he encontrado en los medios de comunicación escribían mal mi nombre, sustituyéndolo por la versión más común «Rebecca». En segundo lugar, y esto debería hacernos reflexionar a todos, supongo que hubo fotos mías que probablemente aparecieron en los periódicos, pero no se incluyeron en los reportajes en línea.  

Con el auge del software de reconocimiento facial y la rápida aceleración que ha hecho posible la inteligencia artificial, ahora las búsquedas de imágenes y videos en Internet son ahora tan fáciles como la búsqueda de un nombre. Pienso en las fotos que me tomaron, desconcertada y agotada, en el vestíbulo de un hotel. Una imagen en un periódico, algo que antes se tiraba a la basura al acabar el día, es ahora un objeto digital que puede descubrir cualquier persona con acceso a Internet. En mi caso, se trataría de parte de mi historial médico, algo ostensiblemente privado.  

No se trata solo de mi historia. Se trata de la labor de Rotary: de la tuya y  la mía. Durante los años rotarios 2013-2022, el 43 % de las subvenciones globales correspondieron al área de interés Prevención y tratamiento de enfermedades. Son innumerables las personas que han compartido alguna experiencia médica con los socios de Rotary o los participantes en proyectos financiados por Rotary. Rotary desea que sus socios celebren y compartan el impacto que lograron con sus iniciativas. Sin embargo, les pido que consideren cuidadosamente solicitar el consentimiento de las personas que aparecen en las fotografías o videos de los proyectos de sus clubes. 

Muchas personas comparten voluntariamente sus historias con nosotros. Al escribir esto, comparto la mía eliminando la protección que me brindaban los errores ortográficos cometidos anteriormente. Ese es el tipo de colaboración que procuramos al informar y documentar la labor de los socios de Rotary en todo el mundo. La normativa sobre grabaciones de Rotary exige, para obtener la imagen de cualquier persona deberá obtenerse su autorización, y si es el caso de menores, deberá obtenerse la autorización de sus padres o tutores. Poner esto en práctica supone una tarea titánica. Sobre el terreno, las personas que trabajan con Rotary obtienen cientos de autorizaciones para el uso de la imagen para cada reportaje. A continuación, se recopilan en gruesas pilas de documentos y se envían a la sede de Rotary en Evanston, donde el personal del Departamento de Medios Visuales empareja cada autorización firmada con una fotografía del sujeto. Para garantizar que no se pase por alto a nadie, el equipo del Departamento de Comunicaciones Patrimoniales, encargado, entre otras cosas, de gestionar los activos digitales de Rotary, vuelve a comprobar que los emparejamientos se hayan llevado a cabo correctamente. Después de asegurarnos de que todas las personas que aparecen en las imágenes, incluidas las secuencias de video, cuentan con las debidas autorizaciones, utilizamos las imágenes en los sitios web, canales en las redes sociales y materiales promocionales de Rotary. Menciono todo este proceso únicamente porque pone de manifiesto el profundo compromiso de Rotary con la protección de la privacidad de las personas y, para mí, esto es algo que me afecta profundamente a nivel personal.  

Si bien mi historia no vivió a perpetuidad en línea, supongo que ahora podría hacerlo. Me alegro de que sea con mi consentimiento y en colaboración con Rotary, que es exactamente por lo que todos nos esforzamos. 

Rebekah Raleigh es la directora creativa de medios visuales en Rotary International. 

Este artículo fue publicado originalmente en el número de Mayo de 2024 de la revista Rotary.